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martes, 23 de junio de 2015

Cuando el IQ se queda atrás

Crecí en una familia en la que por parte paterna y luego por ósmosis, se extendió a mi madre --dito, que está en otra dimensión por sabia-- en la que tu razón de existir iba más ligada al IQ que otra cosa. Entonces, con el epíteto despreciable de Jorge Más que Sabe, o en su defecto la súper versión en inglés de Juan Domingo, George more than know, los que en su momento se llamaron mis tíos paternos, hacían los mil malabares del bullying con la afrenta, de unos más que otros, tratar de desprestigiar el conocimiento aunque fuera con embustes.

En este circo en el que me crié, que nada tiene que envidiarle al rodante de los Hermanos Marcos, la carpa principal eran las fiestas familiares. Entonces, la competencia entre hermanos, luego de hermanos y sus hijos versus los demás, fue in crescendo, a tal magnitud que en su momento me juré y perjuré que algún día me distanciaría de ellos. Sócrates me enseñó que solo sé que no sé nada. Y es mejor antes de treparme en el trapecio de las mentiras cada vez más descomunales e irrisorias.

Me alegro de que cuando chiquita, eso de que a los nenes que iban al kinder había que hacerle una serie de pruebas psicométricas y hasta de IQ todavía no estaba en la nómina anual de las clínicas psicológicas, y lo más importante era saber que tenías las vacunas al día, te dejaban bañar en el aguacero, jugabas con tierra, y para colmo, comías tres veces al día el menú que preparaba tu mamá: comida sana.  Aprendías a leer con una cartilla fonética y punto. Lo demás era plasticina y pintar con crayolas.

Crecí creyendo fielmente que no sé nada, que la inteligencia que pudiera tener era relativamente baja porque todo el mundo era más brillante y lumbrera.  Además, que para colmo de males, eso de dedicarse a escribir no deja para vivir.   Ajá, ¿pero y si después de todo la satisfacción mayor está en haber hecho una carrera profesional escribiendo, y ahora cómodamente en en shorts y chancletas, me siento plena y libre de ataduras? Con el tiempo y la experiencia me dí cuenta que al más inteligente se le va la guagua  y como dice el filósofo de la bachata Juan Luis Guerra, en reversa...




                                    La felicidad de la da la paz emocional.


Es más importante tener desarrolladas las destrezas para interpretar, conocer a fondo y lidiar con las emociones en los momentos claves, que andar con prepotencias sobre quién sabe más de un tema u otro. Entonces me viene a la memoria, la humildad de mis abuelos Isolina y Perico, y yo como soy una jibarita noveau, feliz y bohemia,  me paro donde sea y me presento tal cual, porque solo sé que no sé nada. Ese conjuntito que va de la mano con el espíritu libre es el EIQ, o cociente de inteligencia emocional.  Para estar segura, he hecho varias pruebas y salgo de lo más aquél...soy feliz.

Lo mejor de esta actitud, es que he podido superar escollos, he podido darme cuenta de que de los tíos que partieron al otro lado del Hades, tengo buenos recuerdos personales y hasta profesionales aunque no me despidiera de ellos en la cultura social familiar.  De tío Beto y tío Naro, me despedí a mi modo. Tío Millo fue otra cosa.   Los demás, el tiempo dirá. Eso sí, estoy clara de que todo en la vida viene acompañado de lecciones de las que aprendes o no, depende de tí, y que la paz no se compra en Amazon, sino en las acciones que te forjas para buscarla.

Nada mejor que sentirse pleno y decir que no sé nada, porque me toca seguir aprendiendo. Y me alegra no ser como ellos...

Derechos Reservados©MeneandoyMangoneando, ADH 2015